Salvar a Centroamérica
Jorge G. Castañeda
Un
rápido recorrido por cuatro países centroamericanos, después de algunos años
sin contacto con una región tan cercana a México y tan alejada de la fortuna,
permite sentir las consecuencias del olvido internacional y del terrible legado
de las guerras del siglo pasado.
Sociedades
entrañables, desgarradas por la pobreza, la violencia y la corrupción,
impulsadas por la emigración, instaladas en una democracia inacabada, pero
resistente: estas y muchas más características contradictorias pueblan el
paisaje de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, parte de lo que Neruda
llamaba la delgada cintura de América.
Centroamérica
es una de las regiones más inseguras del mundo, salvo por los países que no lo
son: Costa Rica, desde siempre, aunque más que antes, Panamá (ajeno a la zona)
y Nicaragua. Este último caso llama la atención. Después de quince años de
guerra civil (antes y después de la caída de Somoza en 1979), marcados por una
violencia indescriptible, las instituciones creadas por los sandinistas durante
su primer paso por el poder (de 1979 a 1990), consolidadas por tres gobiernos
sucesivos contrarios al FSLN, y de nuevo a partir del 2007 con el regreso de
Daniel Ortega, han permitido un control territorial y una integridad policíaca
ausentes en el resto del área.
La
policía nacional y el ejército, armados y entrenados por la URSS y Cuba, y desplegados
en todo el país, le han ahorrado a Nicaragua la hecatombe de homicidios y
extorsión que devastan, día con día, a Guatemala, Honduras y El Salvador.
Estos
tres países padecen niveles de violencia entre los más altos del mundo.
Pandillas desagregadas en Guatemala, maras organizadas en El Salvador y la
combinación de ambas en Honduras, desuelan las ciudades y los barrios,
desangran a sus juventudes y ahuyentan, lógicamente, a inversionistas y
visitantes.
En
Honduras, según la mayoría de los analistas, las pandillas se han entreverado
con el crimen organizado; este último se ha dedicado a traer drogas, sobre todo
cocaína, desde Venezuela, y a reenviarlas a México y Estados Unidos. Maras,
narcos locales, chavistas venezolanos y capos mexicanos trabajan de la mano. En
El Salvador, el “narco” tiene menor presencia (el país no es propiamente una
ruta hacia el norte), y las bandas armadas encierran otro origen: las
deportaciones de salvadoreños de Los Ángeles hace quince años.
El
gobierno anterior (del FMLN) facilitó una tregua con sus dirigentes que, en un
primer momento, permitió disminuir la violencia, pero que ya se agotaba cuando
el gobierno actual (también del FMLN) la clausuró.
La
Barrio 18 y la MS-13 respondieron con ira y fuego, el gobierno se insertó en el
partido de vencidas y la violencia alcanzó grados nunca vistos, siquiera en El
Salvador: 677 muertos en junio, 250 en la primera semana de agosto. En
Guatemala, las grandes organizaciones de delincuentes se encuentran incrustadas
en el Estado desde hace tiempo, y las pandillas son más un vehículo de
movilidad social que otra cosa.
Desde
que México cerró su espacio aéreo a las narcoavionetas procedentes de Colombia
y Venezuela, las carreteras y las costas de Guatemala encaminadas a su vecino
del norte se volvieron arterias cruciales de la circulación de las drogas.
Narcos mexicanos, colombianos y guatemaltecos las aprovechan, y se las
disputan. Los efectos perversos en Centroamérica de la guerra sangrienta e
inútil del expresidente mexicano Felipe Calderón se multiplican así, y se
resumen en un factor: a pesar de sus debilidades, México es infinitamente más
capaz de administrar y acotar al crimen organizado que sus socios del
“triángulo del norte”. Las consecuencias de esta tragedia no son las mismas en
cada país. En los tres casos la mezcla específica de bandas, narcos y Estado
cautivo varía, el resultado no: delincuencia, inseguridad, violencia.
Ese resultado conduce a su vez a un segundo
rasgo regional: el peso de la emigración y de las remesas en las sociedades y
economías. De Nicaragua los nacionales parten al sur: a Costa Rica y a la
industria de la construcción de Panamá; las remesas equivalen al 10% del PIB.
De Guatemala huyen a Estados Unidos debido a la inseguridad; los envíos de
expatriados alcanzan el 10% del ingreso nacional. Para Honduras, de donde la
gente huye por la violencia, la cifra es un 17%; para El Salvador, de donde se
alejan por la postración económica, es un 17%.
A
pesar de los intentos de Washington para devolver a todos los centroamericanos
que desembarcan en su territorio, sean o no niños, perseguidos o víctimas en
potencia del crimen, y de México por sellar su frontera sur para ayudar a
Estados Unidos (sin que se sepa que obtuvo a cambio), el flujo no se detiene.
Como
ya lo ha descrito Joaquín Villalobos, la región corre el riesgo de convertirse
en el equivalente de una sociedad asistida, viviendo de remesas y del consumo
que generan de las ventas al menudeo que satisfacen esa demanda, pero condenada
a la pobreza que aflige a los desterrados del universo de envíos de dólares.
Divisa cuyo dueño ha vuelto a sus viejos
tiempos de perfil proconsular, pero no necesariamente ni siempre en apoyo a las
peores causas. Hace décadas que Washington no ejercía una tal influencia en
Centroamérica, incluidos Nicaragua y su antiguo némesis, Daniel Ortega.
Centra,
por supuesto, sus esfuerzos en el narcotráfico y la presencia de la DEA, del
brazo antinarcóticos de la CIA, y del Pentágono es abrumadora. Pero en vista de
la diversidad de los agobiantes retos que enfrenta el área, no puede ser tan
monotemático como quisiera. La administración Obama se ha visto obligada a
involucrarse en asuntos que afectan directamente a Estados Unidos, como la
migración, y en otros que surten efectos indirectos, pero no por ello menos
trascendentes: la violencia y, ahora de manera creciente, la gobernabilidad y
la corrupción.
Sus
políticas contrainsurgentes en los años ochenta y su guerra contra las drogas
desde 1971 contribuyeron a las desgracias centroamericanas; hoy Estados Unidos
se ve forzado a rectificar y a atender los problemas que en buena medida creó.
Lo cual nos lleva al acontecimiento más esperanzador de este tiempo en
Centroamérica.
En
el 2006, Ban Ki Moon y el gobierno chapín crearon una institución –con su
debido acrónimo, como todo en la ONU– llamada la Comisión Internacional contra
la Impunidad en Guatemala (Cicig). Financiado originalmente por la UE y otros
países involucrados en los acuerdos de paz de 1996, su propósito consistía en
ser un coadyuvante de la Fiscalía en la investigación y juicio “de los delitos
cometidos por integrantes de los cuerpos ilegales de seguridad (...) como en
general en las acciones que tiendan al desmantelamiento de estos grupos (...)
(para) fortalecer a las instituciones del sector Justicia para que puedan
continuar enfrentando a estos grupos ilegales en el futuro”.
Con el tiempo, sin embargo, la Cicig sufrió
una doble metamorfosis: cada día se comenzó a ocupar más de temas de corrupción
gubernamental, y cada día se vinculó más a Estados Unidos, conforme el interés
de otros países se desvanecía. De tal suerte que en el transcurso del primer
semestre de este año, la Cicig pasó a ocupar las primeras planas de los diarios
guatemaltecos por sus acciones dirigidas contra diversos miembros del gabinete
del presidente Pérez Molina y contra él mismo, contra escándalos en las compras
del seguro social y contra la vicepresidenta, quien debió renunciar. Con sus
200 oficiales de seguridad y 200 fiscales, todos extranjeros, trabajando directamente
con el Ministerio Público; con un nuevo comisionado colombiano vigoroso; con
recursos suficientes y el apoyo de la embajada norteamericana, la Cicig se ha
convertido en un potente instrumento de lucha contra uno de los peores
maleficios padecidos por el país.
Como
contó un alto funcionario del gobierno: “Duele reconocer que somos incapaces de
limpiar la casa nosotros. Pero mejor que lo haga alguien a que no lo haga
nadie”.
La
idea ha hecho su camino. En Tegucigalpa, cada semana tiene lugar una manifestación
callejera de antorchas exigiendo la creación de una Cicih: el equivalente en
Honduras.
En
ocasiones, las marchas se acercan a la embajada de Estados Unidos para pedir su
apoyo. El emisario estadounidense Tom Shannon visitó la capital hondureña hace
unas semanas, e insinuó que la aprobación de los recursos para la llamada
Alianza para la Prosperidad serían más rápidamente desembolsados de surgir una
Cicih.
En
El Salvador, aunque el gobierno confronta menores desafíos en materia de
corrupción que sus vecinos, también han surgido demandas a favor de una
comisión análoga, que hasta ahora el régimen rechaza, con una vehemencia
decreciente. La razón es obvia. Los mil millones de dólares que prometió el
vicepresidente norteamericano Joe Biden a los tres países del “triángulo” hace
casi un año no constituyen una cifra deslumbrante, pero revisten un valor
emblemático. Washington puede condicionarlos a la perpetuación de la guerra
antinarcóticos o a la disuasión migratoria o al combate a la corrupción por medio
del modelo de la Cicig.
Los dos primeros asuntos serían más de lo mismo; el
tercero, con todo y sus implicaciones de soberanía acotada, representarían un
avance para la región. Como lo constituiría, por último, la consumación de un
viejo sueño revivido: la unión aduanera de los países del “triángulo” y
posiblemente también de Nicaragua y Costa Rica. Ninguna de estas economías, ni
siquiera Guatemala, es verdaderamente competitiva –o incluso viable– por si
sola. No es seguro que lo sean en un esquema de mercado común, como en los años
sesenta, sin México. Y los obstáculos políticos son monumentales. Pero por lo
menos ya empiezan a hablar de eso y, sobre todo, a negociarlo. Es otro rayo de
esperanza en una región donde no abundan.
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